Acerca del nacimiento de Muhammad, el poeta árabe Rassan-ibn- Thabit escribe:
«Yo era niño, Tenía entonces siete u ocho años. Oí a los judíos de Medina que se habían reunido y hablaban a gritos en las calles. Uno de ellos subió a un terrado y llamó a sus correligionarios, exhortándoles a reunirse. Cuando todos los judíos estuvieron juntos en la calle, el que había subido al terrado anunció:
"Esta noche, la estrella que anuncia el nacimiento de Ahmed ha aparecido en el cielo ¡Ahmed ha nacido!"
El nacimiento de Muhammad, según está escrito en el Corán, fue anunciado por todos los profetas anteriores e incluso por Jesús. El Corán dice: Yo soy el apostol de Dios - repetía Jesús, hijo de María. Vengo a confirmar la verdad del Pentateuco, que me ha precedido, y a anunciaros la venida del profeta que me seguirá. Ahmed es su nombre. Ahmed o Muhamamd, o sea, «el más alabado» es el superlativo de la palabra Ahmed, «alabado» que en griego se dice periclitos.
Si los judíos de Medina habían leído también «periclitos» en los cinco primeros libros de la Biblia, o Pentateuco, tenían razón sobrada para anunciar el nacimiento de Muhammad o Ahmed. Aquella noche nacía en La Meca, Muhammad, sws, hijo de Abdallah y de Amina y nieto de Abd-al-Muttalib. El nacimiento de un profeta no es conocido sólo entre los judíos.
Amina ha recibido varias advertencias sobre ello. Al principio no sintió el peso del embarazo. Un día, oyó una voz que le anunciaba: «El niño que parirás será el profeta y legislador del pueblo árabe. Guárdate de la animosidad y del odio de los hombres. Busca refugio en Dios».
Amina cuenta a sus amistades ya sus vecinas lo que ocurre.
Las mujeres de La Meca le aconsejan que lleve fuertes brazaletes de hierro. Así lo hace; pero, a la primera noche, los brazaletes caen hechos pedazos, mientras Amina duerme. En el instante del nacimiento de Muhammad, sws, una luz cegadora inunda el planeta y Amina puede ver las siluetas de los camellos de Bosra, a mil kilómetros de distancia, y las calles comerciales, los suks de Damasco, como si se encontrara allí. Los palmares de Yatrib están iluminados igual que si se encendieran sobre ellos potentes reflectores. El fuego sacro de los templos de Zoroastro, en Persia, se extingue.
Iblis - el demonio – que presiente los acontecimientos extraordinarios, sea cual fuere el lugar en que se produzcan, comienza a husmear la Tierra. Los ángeles salen del cielo y empiezan a tirar piedras a los djinn, que espían a través de la cúpula azul del firmamento para saber lo que va a ocurrir en el universo.
Las piedras arrojadas por los ángeles llenan el aire de estrellas fugaces y de cometas, que caen sobre Arabia. El mayor número se precipita sobre la ciudad de Taif. Las gentes salen a la calle y miran espantadas el cielo iluminado.
Muhammad, sws, nace ya circunciso. La comadrona no necesita cortarle el cordón umbilical: El niño ha nacido con el cordón cortado. Los ángeles bajan del cielo en buen número y lavan al recién nacido. Cuando las mujeres van a lavarlo, está ya limpio como un cristal.
El nacimiento de un profeta - incluso en Arabia - es, desde luego, un hecho importante. Pero no inhabitual. Un oficial inglés, que ha vivido y combatido junto a los árabes, escribe: «Los árabes pretenden haber dado al mundo muchos profetas. Poseemos testimonios históricos referentes por lo menos a cientos de ellos».
Por lo tanto, en La Meca sólo se trata de un profeta más. Arabia ha proporcionado al mundo el judaísmo, el cristianismo, el islamismo y una muchedumbre de religiones diversas. Algunas, han tenido la suerte de difundirse más allá de las fronteras, en el resto del planeta. A pesar de esa producción masiva, los árabes siguen provocando encuentros entre los mortales y Dios. Hoy, como hace veinte siglos, el que quiere absolutamente encontrarse con Dios, va al desierto árabe.
Arabia, con sus tres millones de kilómetros cuadrados de arena, extendida bajo el infinito y ardiente cielo del desierto, es un lugar en el que puede verse el esqueleto del planeta. Aquí, como en una construcción en que se activan los trabajos, todo hombre, todo obrero, puede encontrar a Dios - el gran Maestro de obras, el Arquitecto jefe.
En Arabia, entre los dos infinitos desiertos, sobre la cabeza y bajo los pies, el Creador y la criatura tienen innumerables ocasiones de encontrarse. Cara a cara. No es como en el resto del planeta, donde el hombre tiene su sitio, el diablo el suyo y los ángeles el suyo.
El resto del universo es como una construcción terminada, en la que hay paredes, pisos, puertas, escaleras principales y de servicio y salidas prohibidas. Los inquilinos, los propietarios, los arquitectos e ingenieros, no se encuentran nunca. Cada uno vive en el sector y en el piso que le están reservados; a nadie ve, más allá de las propias paredes.
Es natural, por lo tanto, que durante los años que van a seguir no se ofrezca a Muhammad, sws, ningún régimen de favor, por más que sus parientes y conciudadanos sepan que ha nacido profeta.
Muhammad, sws, queda, pues, sometido al mismo régimen que los demás niños coraichitas de La Meca.
Nacer profeta es, seguramente, un hecho importante. Pero lo que es verdaderamente importante para él es llevar a cabo su misión de profeta. En ese hecho reside la grandeza. Eso es lo excepcional. Y por eso, la última palabra de Muhammad, sws, antes de morir, será: ¿balaghtu? que significa: ¿He cumplido bien?
Y bien que lo hizo
(Del libro de Virgil Gheorghiu, La vida de Muhammad).